Es hora de afirmar un hecho incontestable: la gran calidad de la oratoria política estadounidense, a cuya altura sólo se acerca la francesa y la británica. En España, por desgracia, hace ya mucho tiempo que el discurso político y de los políticos se convirtió en casi un remedo del periodístico (las razones que el explican el origen de este empobrecido panorama patrio conviene dejarlas para otro día).
En principio parecería sorprender que en un país eminentemente práctico como es la Federación estadounidense la retórica política brille por su lirismo (sólo comparable al francés), su emotividad y, en definitiva, su belleza. Incluso si hiciéramos nuestra la opinión de determinados sectores que reservan lo bello, lo artístico al Viejo Continente, el terreno que nos ocupa sería una destacada excepción. Es más, el lenguaje político estadounidense reúne además una característica a priori difícil de conjugar con las señaladas y de enorme valor: su cercanía al pueblo, su capacidad de conectar con el mismo, nota de la que carecen otros discursos como, por ejemplo, el galo.
Qué duda cabe que son los Presidentes de Estados Unidos los exponentes más ilustrativos de los caracteres señalados. Desde el mismo nacimiento de la República americana la oratoria política estadounidense ha estado marcada por los mismos. El propio Washington -militar profesional no precisamente llamado en principio a ello- poseía un marcado dominio de los resortes comunicativos con la nueva Nación. Ese dominio es aún más destacado en dos delegados de la Convención de Filadelfia que se convertirían en segundo y tercer presidentes: John Adams y Thomas Jefferson. El lenguaje del primero es una de una pulcritud, de un rigor y exactitud exquisitos. Por lo que respecta a Jefferson, es quizás junto a Lincoln el más grande orador de la Historia americana, mereciendo un lugar destacado en la universal. Jefferson fue, no en vano, un profundo admirador y conocedor de la República romana, en la que siempre procuró inspirarse, imprimiendo ya desde el principio un sello que siempre acompañaría a la Joven Nación. Efectivamente, muchas cosas recuerdan en el sistema político estadounidense a la vieja res publica patricia (se ha llegado a señalar a los dos Kennedy como réplicas de los Graco, cuyo final sería coincidente), y una de ellas es sin duda, la oratoria política.
El verbo de Teddy Roosevelt evoca a todas luces la Presidencia imperial inaugurada por su predecesor, el malogrado Mackinley. Es el primer Roosevelt un personaje de esos que produce de tanto en tanto la Historia: ególatra exacerbado, histriónico en grado sumo, destaca sin embargo –o precisamente por ello- por su firme determinación, su convencimiento del acierto propio al obrar lo correcto, en una misión providencial a la que se siente abocado. Teddy comprende mejor que nadie el comienzo de una nueva era y el fin de otra y guía a su país por esa transición de manera admirable. Frente a su faceta pública, encontramos una intensa vida interior plasmada en su correspondencia privada, de una belleza casi sorprendente. El segundo Roosevelt destaca por su capacidad de conexión con el pueblo. Desde las charlas desde la chimenea ya nada volverá a ser igual en la vida política norteamericana. Incisivo, sardónico, mordaz son notas evocadas frecuentemente para describir el verbo de FDR. Con todo, pronuncia discursos memorables, en donde ante la enormidad de los retos planteados sabe elevarse muy por encima de los vericuetos tácticos del momento por los que el político neoyorkino supo transitar como nadie y que bien podrían acreditarle como el Presidente más “hábil” de la historia americana. Es hasta cierto punto sorprendente la capacidad de un Presidente que representaba como pocos los caracteres e intereses de la élite de la Costa Este para conectar y expresar de manera formidable las inquietudes y anhelos de la gran masa obrera cuyas perspectivas vitales se habían ensombrecido –cuando no apagado- tras la tarde del 29 de octubre de 1929.
Quizás alguien pudiera criticar que en este recorrido por los diamantes oratorios presidenciales se incluya al sucesor de Roosevelt. Ciertamente Harry S. Truman carece de lo que pudiera denominarse “glamour presidencial”; sin embargo las circunstancias históricas en las que desempeñó la suprema magistratura del país y el absoluto acierto en el análisis de los mismas por parte del político de Kansas City merecen que dediquemos algunas líneas a su discurso. Truman es uno de los Presidentes más americanos de los dos siglos de existencia de la ciudad en la colina (como posteriormente lo serían Clinton y George W. Bush) y ello se traduce en su discurso. Los discursos de Truman exponen como pocos los mecanismos mentales del estadounidense medio, y no sólo por su peculiar entonación sureña. Su sagacidad para comprender el escenario internacional cambiante, combinado con lo acabado de señalar, es algo que todavía deja mudos a muchos analistas europeos para quienes llaneza y espontaneidad son rasgos contradictorios con sutileza e incluso con inteligencia. Por ello Truman es seguramente el más fiel exponente del éxito americano, inexplicable aún hoy en día para las pretendidas élites intelectuales.
Mucho se ha escrito sobre la oratoria del trigésimo Presidente estadounidense. Las frases que condensan “La Nueva Frontera” figuran sin duda entre las más bellas de las pronunciadas por estadista alguno. Sin embargo, bien puede decirse que la oratoria kennedyana ha muerto de éxito. Así, el verbo del JFK ha pasado a integrar el bagage de la denominada cultura pop, lo que ha terminado por degradar su correcta comprensión e interpretación. Este hecho ha conducido a una cierta banalización del discurso del bostoniano, y, especialmente, a su descontextualización. La oratoria del presidente malogrado en Dallas es una oratoria dramática, trágica, anticipatoria del acto final de su vida, dura como la vida misma, rasgos que alzaprimaría el discurso de su hermano Bobby a partir de 1965.
Se ha señalado que el 8 de agosto de 1974 el pueblo americano despertó finalmente de su inocencia; también –bien puede afirmarse- “perdió” a uno de los más grandes oradores que han ocupado la Casa Blanca. Richard Milhous Nixon es hoy una figura redescubierta –incluso por un sector de demócratas- y uno de los puntos en los que existe consenso en esa “revisitación” es en la brillantez de sus discursos. Amén de su “prestige” personal lo cierto es que el presidente californiano tuvo un conjunto de “speechwritters” o “ghosts” ciertamente descollante: Saphire (recientemente fallecido) o Buchanan se encuentran entre los más destacados. Como ningún Presidente norteamericano Nixon condensa en sus intervenciones todos los rasgos a los que nos hemos referido anteriormente: cercanía, lirismo, conciencia histórica, dramatismo… y todos ellos aparecen con un grado de brillantez inigualable. Su discurso de aceptación de la nominación republicana pronunciado en Miami en 1968 aún no ha sido superado. Ya Presidente, su intervención de noviembre de 1970 con los manifestantes antiguerra a las puertas de Washington suscitó una oleada de adhesiones en todo el país que posteriormente se vería refrendada dos años más tarde en la segunda mayor “landslide” electoral de la historia americana. Incluso un discurso más íntimo como el “Fairwell speech” de la Casa Blanca dirigido a sus inminentes excolaboradores la mañana del 9 de agosto de 1974 es de una belleza y un dramatismo sin par. Personalidad compleja, conocedor –y crítico, algo que a menudo se olvida- como pocos del “sistema”, Metternich de las relaciones internacionales (aunque su presidencia es seguramente la que ha sabido encontrar un mejor equilibrio entre política interna y exterior), sus discursos son la parte más rotunda e incontestable del legado nixoniano.
Sabido es que Ronald Reagan no pasará a la historia como un integrante de la “intelligentsia” presidencial. Sin embargo, debe figurar en este breve excurso dado que sus piezas oratorias reflejan su principal virtud política: la determinación, la voluntad de “prevalecer”, no por casualidad un verbo muy conjugado en el lenguaje político estadounidense. En ello y, en definitiva, en su caracterización como figura genial, tiene mucho en común con Teddy Roosevelt. El discurso reaganiano ofrece pocas concesiones, es directo, alejado de los estrechos cauces de lo políticamente correcto, y en extremo agónico.
Existe unanimidad en considerar a William Jefferson Clinton como uno de los presidentes con mayor inteligencia política de la singladura estadounidense. Bien puede ser descrito como un FDR “popular” debido a sus orígenes, trayectoria y mayor empatía con el demos, sin sombra alguna de elitismo. Su encanto personal está más allá de toda duda, incluso para sus detractores más acérrimos. Sus discursos políticos no destacan por su brillantez, sí por la habilidad para decir en cada momento lo acertado, lo tranquilizador, lo que se espera del líder de una gran Nación. Su gran olfato político transita por las piezas oratorias del estadista de Arkansas.
La Presidencia de George Walker Bush ha sido una de las más controvertidas de la historia reciente americana. Sin profundizar aquí en el contenido y especialmente en el resultado de su acción presidencial, cuya correcta valoración en cualquier caso será dictada por Clío cuando pasen algunos años, un dato que no debería ser objeto de controversia es la elevada calidad de sus discursos. Carente de la elocuencia de los grandes oradores, lo cierto es que los discursos de Bush 43 ofrecen en muchos aspectos lo mejor de la tradición retórica americana. Cualquier discurso del presidente tejano, por pequeña que fuera su trascendencia medíatico-política, contiene pasajes cargados de emotividad y apelaciones a la historia americana –especialmente en los discursos dirigidos a los miembros de las Fuerzas Armadas. Su capacidad para conectar con el americano medio es también uno de sus rasgos más destacados, especialmente en temas de política interna, mientras que en política exterior la oratoria de Bush es una simbiosis entre el discurso de Reagan y el de Truman, con ciertos ecos wilsonianos. Containment más conservadurismo compasivo, combinación singularísima y valiente en la política exterior americana, lo que provocó, por otra parte, la crítica corrosiva de los representantes de la tradicional realpolitik en el Departamento de Estado.
Mucho se ha escrito sobre el virtuosismo oratorio de Barak Obama. Ciertamente, el cuadragésimo cuarto mandatario de la Unión domina la técnica oratoria como pocos, siendo un ejemplo destacado de la importancia que en los países anglosajones se otorga desde la educación más temprana a esta cuestión. Pero hay que matizar que la excelencia alcanzada por el político de Chicago aparece referida más al ámbito de la forma, de la puesta en escena, que en relación al contenido de sus discursos –sin menospreciar esto último. La “mise en escene” obamiana es verdaderamente magistral: discursos en mangas de camisa, bajo la lluvia, question time ante senadores y congresistas republicanos… son elocuentes al respecto. La influencia de los debates oratorios universitarios y también de las Sunday Schools estadounidenses es evidente en los logros alcanzados. Por el contrario, como se ha señalado, el fondo de su discurso no está en muchas ocasiones acorde con la brillantez formal: la Nueva Frontera dista mucho de ser alcanzada.
Hasta aquí este breve excurso por los jalones más destacados de la oratoria presidencial. La oratoria política estadounidense tiene también otras plasmaciones sobresalientes más allá de la Avenida de Pennsylvania: Capitol Hill ha dado y da excelentes oradores (Grenwich, Dole, Moyheham), pero también West Point (McArthur como ejemplo más peraltado, pudiendo citarse además al propio Eisenhower) y Hollywood, en cuyos metrajes se contienen muchos de los mejores discursos políticos de la singladura americana (baste a título de ejemplo “Mr. Smith goes to Washington”, de Frank Kapra, pero cualquier película que aborde el tema político contiene grandes discursos).
im- precionante!!!
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