
Al escribir ha meses sobre dimisiones y ceses de los gobernantes y hombres públicos, el cronista habló de consagrar un artículo especial al abandono del poder por un político “politicien”, es decir, de un personaje por entero absorbido por las idas y venidas del oficio de mandar. Si hay alguien que, en la cúpula del Estado —y del Estado más poderoso del mundo-, encarnó en los anales contemporáneos con mayor plenitud la raza de tales personalidades públicas, esa figura fue, sin duda la de Richard Nixon (1913-94). Estrenado su cursus honorum y conocimiento de los entresijos del poder a partir de su ocupación de un escaño del Congreso en 1946, fue un perseverante candidato a la Casa Blanca, a la que llegaría en 1968 tras una carrera tan accidentada y controvertida como rica en experiencias y provechosa en la familiaridad con todos los resortes de la maquinaria gobernante. No obstante las muchas aristas de su perfil psicológico y moral y su muy escaso atractivo mediático, su presidencia se inscribe entre las más destacadas de la Norteamérica del siglo XX: logros como el a cuerdo del SALT I, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y Pekín o el encauzamiento definitivo de la retirada estadounidense de Vietnam no se ofrecen, ciertamente, en muchas otras de las estadías novecentistas en la Casa Blanca. Fracasos y yerros e incluso desmanes en número, en verdad, copiosos, no bastaron, empero, para opacar el brillo de éxitos como los mencionados.
Como es sabido, uno de dichos desaciertos —o felonía…-, acarreó, sin embargo, su espectacular retirada, cuando su segundo mandato estaba a punto, en agosto de 1974, de alcanzar el ecuador. Su protagonismo en el famoso affaire del Watergate le condujo a ser el único presidente de USA dimitido para evitar el proceso de Impeachement por el Senado. Antihéroe por su carácter y convertido en sus últimos días gobernantes en perfecto villano, sus postreras horas en la Casas Blanca se revistieron, no obstante, de dignidad, mostrando en el trance una grandeza plutarquiana. Si así cabe en buena medida calificar al discurso oficial a la Nación, el que dirigiese al Staff de la Casa Blanca reúne casi todas las piezas que los rétores de la antigüedad estimaban indispensables para otorgar la excelencia en el arte quizá más difícil de las Bellas Letras y, acaso igualmente, toda la actividad intelectual. Sencillez, emoción, sensibilidad, defensa ardida de los valores que cimentan la convivencia en las sociedades libres, humor comedido, pena embridada, apuesta decida por la esperanza, autocrítica sin reservas…inspiran y llenan todos los párrafos de las últimas palabras que pronunciara Nixon en la mansión que albergara su existencia durante casi un quindecenio. Ni un reproche; ni una queja; sólo gratitud y reconocimiento. Memoria estremecida de sus padres —arquetipos de los hombres y mujeres del pueblo que labraron en la historia de Norteamérica sus mejores y más genuinos capítulos-; agradecimiento a los miembros del staff de la Presidencia; exaltación de las biografías de los estadistas más cercanos a su empatía —en lugar relevante, Teodor Roosevelt-; afección ilimitada por una patria adorada; encarecimiento de una religiosidad recatada como compendio y resumen de la actitud profesada en el presente y el futuro a los destinatarios de un parlamento que visualizado y escuchado a través de adquiere, a las veces, calidades insuperables de impresionismo y espectacularidad mediáticos, justamente en un político siempre mal avenido con los medios informativos.
Resuelta e inequívocamente, en la hora más áspera de los gobernantes y príncipes de este mundo, el comportamiento de Nixon rayó en una ejemplaridad que cabe considerarse imitable si no modélica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario